AVE DE MAL AGÜERO

Escuchó en televisión que grupos armados ilegales estaban rondando la zona y eso le alborotó los nervios. No durmió en toda la noche. Al amanecer, sus ojos le pesaban; pero su mamá insistió en que fuera a la escuela. Entre dormido y despierto le puso el uniforme escolar, le echó agua en la cabeza y lo peinó. Iba caminando hacia el centro de enseñanza con la cabeza gacha como mirando con los pelos… Observó las piedras del camino, empolvadas como siempre, y cruzó el río por el palo de Pino que servía de puente. Unos pasos más allá miró en el piso una gran sombra como si un ovni se estuviera posando justo sobre él. Su cabeza recibió un golpe como el de un balonazo que lo tiró al piso y lo dejó boca abajo. 

No eran extraterrestres, era un ave gigantesca, ruidosa, vestida de negro. El ave sentó sus garras en el bolso que llevaba sobre su espalda. Sintió elevarse y abrió sus ojos creyendo que iba a divisar paisajes hermosos; ¡mentira! todo fue oscuridad: Un vuelo extenso sin luz, y sin viento. El aterrizaje fue suave y tierno sobre un piso húmedo. Dio unos pasos lentamente, tanteando las distancias. No encontró nada. Debe haber una luz, una salida, se dijo. Todo era muy extraño, parecía una planicie, o un desierto. Intentó gritar repetidamente; pero fue inútil. El sonido no se propagó, sintió que había enmudecido.

Caminó largas horas en una sola dirección a través de una masa lisa, fría, sin principio y sin final. No sintió cansancio, tampoco hambre ni sed. En algún momento y en algún lugar del sitio donde el ave negra lo llevó se sentó a pensar. Era pertinente encontrar lo más pronto una linterna, un fosforo, quizás un interruptor. Ojala se encendiera una lámpara gigante para saber dónde estoy, pensó. Quizás aquí también hay sol; habrá que esperar unas horas para poder ver el amanecer, se alentó. Hizo luego un recorrido circular tratando de ampliar la cobertura del terreno: dio una, dos, tres, cuatro vueltas; siguió girando tantas veces que olvido la suma; pero comprendió que el sitio donde se encontraba era tan grande como dos estadios de fútbol. 

Llegó a pensar que en ese sitio no vivía nadie. Al momento cambió de idea. Alcanzó a percibir un olor fuerte que se fue haciendo más evidente. Le pareció carne podrida. Mandó la mano a su nariz pero fue imposible aplacar el mal olor. El ambiente nauseabundo invadió su cuerpo y su mente. Sintió que había llegado a una especie de basurero, dio tres pasos más y tropezó con algo. Puso su mano sobre el obstáculo y palpó una bota de caucho; de forma suave corrió la mano más arriba de la bota y descubrió el cuerpo de un hombre con un pantalón áspero y sin camisa. Sus manos se humedecieron con una solución viscosa y sintió repugnancia por lo que había tocado. Sin embargo, quiso saciar su curiosidad y se acomodó para esculcar el cuerpo inerme. Entonces su tacto le informó que habían más cuerpos, muchos más cuerpos… imaginó un reguero de muertos como en las películas de Hollywood. Durante un buen tiempo, uno a uno les tocó la cara, las manos, el pelo. Supo que había hombres, mujeres y niños. Algunos conservaban sus vestidos, pulseras, argollas, aretes; otros en cambio, estaban desnudos.

De pronto, en la escena lúgubre creyó reconocer una cabeza, le pareció conocida. Era cachetón, de pelo liso, las orejas grandes y los dientes anchos. Pensó con seguridad: es Richard, El Cabezón, su mejor amigo de la escuela. Sus pantalones cortos y las canicas que nunca le faltaron en los bolsillos también las distinguió. Confirmaron su hallazgo dos cuerpos cercanos, idénticos a los padres del Cabezón; él con una mano sustraída de algunos dedos (le decían el tío pistola) y ella con piernas de elefante y una barriga de vergüenza (le decían Ballena). No lo podía creer. Estaban muertos los tres. Quiso llorar pero las lágrimas no le salieron… Frotó sus ojos y salió corriendo. A medida que corría una luz resplandeciente encandilaba sus ojos.

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