LOS DOMINGOS SON SAGRADOS

El grupo de danza se llamaba Cuerpo y arte y entre las danzarinas sobresalientes estaba Yuli Patricia: Esbelta, exquisita, extraordinaria. Unas piernas, en tacones, ni más ni menos que un tobogán deslizándome al amor; me refiero al amor sano y puro que yo le estaba profesando desde hace días. Tanta baba había arrojado yo, que esta vez estaba decidido a declarármele. Claro, la cosa no era tan fácil. Ella era una reina a punto de graduarse como contadora y yo un primíparo de administración de empresas...

Ese día se celebraba un aniversario más de la universidad. El grupo de danza subió al escenario. Ella llevaba un descote amplio en la espalda y un anzuelo inefable: una falda de escasez... Decidí que cuando ella baje de la tarima aprovecharía para felicitarla y entonces dejaría las ansias que me tenían reprimido.

Las notas musicales llenaron el ambiente de dulzura y erotismo. Era un tango seductor que empotró en mi mente una mujer desnuda, danzando en círculo ante mi cuerpo inmóvil, frenético, sudoroso… a punto de explotar.

―Oye chico, ¿me dejas pasar? ―Dijo alguien de repente. Sin proponérmelo había estado obstaculizando el camino de aquella niña que cuando bailaba me llevaba al Edén. Con mucho gusto mamacita, le respondí. Pasó raspando mi presencia provocando la brisa y esparciendo el aroma que me lanzó al puto desierto del enamoramiento. Desde ese día accioné un cariño especial a la universidad y nunca más perdí clases. Todo por verla a ella.

Pasaron veinte días y la universidad volvió a estar de fiesta. Entonces me le acerque y antes de desembuchar un piropo añejo ella me habló a mí: 

― ¿Por qué me mira con tanta atención? ―vacilé un rato hasta que armé la respuesta y entonces enuncié: 
―Hay algo en ti que las flores de tu vestido ocultan, en las cumbias donde meces tus encantos y tus labios en silencio el amor claman. 
―Déjate de zalamerías. Tú eres quien oculta tonterías detrás de esas gafas oscuras. Dime ¿qué pretendes’ preguntó la reina, con un aliento de nieve.
―Te invito a salir mañana. ―Le respondí decidido.
―No puedo, los domingos son sagrados. ―Sentenció.

Esa no fue la única vez que despreció mi invitación. No podía los lunes, los martes… y menos los domingos; sin embargo, hicimos una buena amistad tomando tintos en la cafetería de doña Bertica, allí mismo en la universidad. Eso a mí me agradaba, pero quería tener un espacio más íntimo para poder concretar lo que había estado planeando desde hace días. Lo malo era que no daba chance de nada.

― ¿Acaso los domingos duermes todo el día o tienes algún rito especial? Le preguntaba con frecuencia. Sus respuestas eran desafiantes: 
―No duermo, nunca me canso, siempre trabajo, mis días son una lucha eterna y… los domingos son sagrados, ¡por favor no te metas en mi vida!, tengo suficiente. 

Las averiguaciones de enamorado malicioso me llevaron a concluir que la rubia hermosa tenía todo cuidadosamente preparado: De lunes a viernes, en las mañanas, trabajaba como secretaria de un abogado. Lucía siempre unos labios escarlata, bien delineados, y utilizaba ropa elegante. En las tardes, se colocaba shorts y camisetas sencillas. Se quitaba el maquillaje, ordenaba su habitación, y además jabonaba o planchaba ropa ajena. En las noches, estaba en la universidad. Los sábados acostumbraba visitar a sus compañeras para adelantar las tareas que siempre dejan los maestros… ¿Los domingos?… eran su secreto.

Un domingo fui a su casa, timbré con terquedad y nadie salió. Intenté comunicarme vía celular y nada. Se me incendiaba el cerebro tratando de descubrir qué pasaba en su vida los domingos pero se hacía imposible. Permanecí como guardia frente a su puerta y sólo me trajo problemas. Un día me llevaron a la inspección por sospechoso, los niños me chiflaban y mis amigos me abandonaron. Deje de ser el mismo de antes, perdí el gusto por el fútbol, perdí el gusto por los paseos de olla y las tardes de piscina; me perdí las películas de premier y en el último verano no acompañé a mis sobrinos a elevar sus cometas. 

El único domingo que la vi cerca de su casa fue una falsa alarma, la seguí hasta la tienda más cercana y cuando regresó saboreando una gaseosa burbujeante descubrí que no era ella. Ese día pensé que mi obsesión estaba llegando al límite y que debía renunciar a mi curiosidad; pero qué iba a declinar si la frase «los domingos son sagrados» se reproducía en mis tímpanos trayéndome a la memoria sus labios impenetrables.

Enajenado me preguntaba: ¿Qué carajo tienen los domingos para consagrarlos de tal manera? Es cierto que para los católicos es un deber que tiene validez en la fe y que los convoca a la unidad parroquial por ser el día del señor, el día de la iglesia; pero esta niña los domingos no escuchaba misa ni por radio.

Habían pasado hasta la fecha 24 domingos. No quería seguir de espía. Ya sabía lo suficiente para comprender que era una chica sola pero juiciosa, rebuscadora y persistente en el afán de ser una gran profesional.

Traté de olvidar esa frase que me atormentaba y me convencí que era el momento de reforzar mis esfuerzos por conquistarla. Sabía que el tiempo disponible era muy corto y su disciplina de mujer ocupada no permitía otras alternativas. A la hora del descanso, cuando el tinto era nuestro confidente me lancé:

―Sé que eres muy ocupada; pero me gustaría preguntarte algo.
― ¿Otra vez con lo mismo? ¿Quieres saber qué hago los domingos?
―No, ya no me interesa.
―Entonces, ¿qué te interesa ahora?
―Quiero saber si puedes dejar tiempo para amar.
―El tiempo es inmenso y el verdadero amor es eterno.
― ¿Eso quiere decir que podrías ser mi novia?
―Eso quiere decir que si tienes paciencia y comprensión podrías lograr tu meta…

Esa noche sentí ser el dueño de la naranja cósmica, inexplotada, sin conquistar, y con una esperanza que representaba un camino por recorrer, un sendero por hacer.

Al otro día recobré mi ánimo. Era un sábado maravilloso, el azul del firmamento estaba como las porcelanas que conservaba mi tía Edelmira: resplandecientes entre la pureza, el amor y la bondad. Salí a caminar por la ciudad y me encontré con un primo que estaba de visita. Entramos a un local y pedimos cerveza. Adentro el salón pareció resplandecer. Mis ojos vieron a la mujer en mención. Ella se acercó con una sonrisa y me dio un abrazo que aún me aprieta. 

Mi primo, un mansito con la misma voracidad de mi edad estoy seguro que le escaneó hasta las uñas. Yo en sus brazos me sentí orgulloso. Su fragancia me llevó a recordar la distancia que nos separaba cuando la conocí y sentí, en ese momento, que estaba muy cerca del objetivo. Me volví petulante y pensé: la envidia es mejor despertarla que sentirla.

―Te presento a la reina de la universidad ―Le dije a mi primo. Se saludaron extendiendo las manos y aquella salió apresurada disculpándose por sus ocupaciones. Era sábado y seguro no quería aplazar sus tareas. Tan pronto salió la esbelta mujer mi primo comentó: «A la reina de tu universidad en mi pueblo la llaman La Reina del Tubo. Sólo atiende los domingos y chicos como yo hacemos fila esperándola».

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