CUENTO INCONCLUSO

Todo pueblo tiene una obra sin terminar. Si no es la plaza de mercado, es el parque, la escuela, o el centro administrativo. Son los grandes recuerdos que dejan los malos políticos y la oportunidad que tienen sus adversarios para criticarlos y seguir prometiendo, por años, la terminación de la obra. En mi pueblo hay varios ejemplos: Hasta hace poco los locutores pregoneros se jactaban de invitar al inconcluso estadio municipal. Otros invitaban al improvisado teatro del pueblo y ahora se habla de la gallera y la casa campesina. Pero todo no es malo, de esos sitios hay muchos recuerdos que la gente no olvida y hacen parte del imaginario colectivo. Hay anécdotas graciosas, locas nostalgias, buenos recuerdos, trágicos, y los que sólo se cuentan en medio de tragos, en esas largas noches de bohemia y amistad: los confidenciales. 

«Los Cajones», es una obra que nunca se terminó. Cuando la iniciaron, en la época de los sesenta, el Alcalde de la época pensaba realizar una moderna construcción que sirviera como Plaza de Mercado. Los maestros diseñaron un gran patio central, cerrado por un cuadrilátero de bodegas que no alcanzaron a techarlas. Al no terminarlas el saber popular las bautizó, con acierto: «los cajones». Pero vaya a saber usted lo que pasó en esos cajones, en el eterno trasnocho de mi tierra, el verano complaciente que se vive en mi güaico, el arrullo de las chicharras y los grillos, y la vigilante luz intermitente de los vinacures de la noche. 

Lucho que se las sabe todas, y las que no se las inventa, asegura que la mitad de la población de este pueblo se gestó allí; algunas veces bajo la luna llena y, muchas otras, en plena oscuridad. Me contaba un amigo, del cual no doy su nombre, por temor a equivocarme, que la habilidad humana a veces falla. El personaje aludido me explicaba que, en esas tinieblas, el hombre da fácilmente con el punto débil de la pareja. Caso contrario con el pie que alcanza a ponchar un desagradable cerro de m... y el aventurero tiene que pasar su romance con fetidez a bordo. 

Eso de que la gente contemporánea de mi pueblo tiene unas entrañables raíces en ese sitio no sólo es chisme de Luis, también lo comentan «los Pachiras» que vivieron como guardianes del lugar, hasta que los tractores derrumbaron aquellos baúles de ladrillo para convertirlos en escenario de otro tipo de recreaciones. Fue don Ángel, gran cacique conservador, viejo alto, corpulento y fuerte; el único alcalde que no mejoró su casa después de su gobierno, el que dio la orden para construir un polideportivo. Por eso ahora, son otras las anécdotas que cuentan los muchachos de hoy. 

A propósito de anécdotas que tal de la fiebre de niguas que allí se originó y dejó secuelas en el caminado de varios conciudadanos. ¿Qué tal de sus colonizadores que se convirtieron en eternos habitantes del sector y que hoy hacen parte de la idiosincrasia del pueblo?: El «Compinche», un pobre adolescente que siempre aparento más edad. En su físico incomparable resaltaban unos labios gruesos y un pelo siempre desordenado. Creció ganándose la caridad de la gente, participando en las mingas que se hacía para fundir las losas de las casas. El «Teniente Moro», un señor que nunca sonrió y que todo le molestaba. Echaba piedra a diestra y siniestra y tal vez por eso su pelo dejó rápidamente el color oscuro para ser referente de su apodo. Cada uno con su locura, cada uno con su discapacidad y su miseria a cuestas, dejó marcado su referente en la historia contemporánea de nuestro querido güaico. ¿Qué pasó con ellos? ¿Qué pasó con las brujas que miraban los niños y las niñas en ese lugar inconcluso, feo y temeroso, bajo las sombras del ocaso? ¿Qué pasó con los güaitarrillas, comerciantes de hilos que también encontraron albergue en «los cajones», cuando los fines de semana armaban sus grandes bultos de cabuyas, como cojines de gigantes? 

Tal vez las brujas eran otras y la cabuya poco a poco ha sido reemplazada por el nylon o goma, el mismo material del que estaban hechos unos diminutos elementos, en forma de globo, que al otro día encontraban los jugadores de Chaza, mientras buscaban sus pelotas de mano extraviadas en «los cajones» entre arena, hierros retorcidos, boñiga, tierra pantanosa y pichanga por doquier. 

Si revolvemos la memoria encontramos que el lugar fue albergue de circos y ciudades de hierro, de casetas bailables y hasta bodega de café... Y en un extremo se improvisó una escuela, y entre polvo, café, niguas, goteras y malos olores, se fue construyendo nuestro futuro, ese tiempo que algún día fue presente y hoy es pasado. 

Si usted como yo empezó a oler el vaho de los cajones es porque las fibras más sensibles de su memoria se han perturbado. Lo invito a que siga el cuento, de seguro tendrá muchas cosas que anotar y recordar, invite a su mejor amigo y en medio de risas y suspiros recuerde su juventud. Tal vez con unos buenos tragos usted tendrá confidencialidades para sacar a flote y seguir este cuento inconcluso...

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