EL REO Y SU LEYENDA

Antes de tomar la decisión, un pedazo de espejo que yacía sobre un marco de madera apolillada le permitió hablar con su conciencia y permaneció con él el tiempo que quiso. Se sentó, agarró el marco, temblando desconcertado, y gimiendo con dolor comenzó el diálogo que nunca tuvo con sus amantes y que hubiera querido tener hasta con el mismo papa. Habló fluido, valiente y decidido:

“Cobarde, soy una escoria. No hay entre mis víctimas un solo varón. Todas fueron hembras, débiles como mi alma, frágiles como mi cuerpo. Las obligué, las engañé, las sometí, hice lo que quise. Soy un verdugo. Merezco la muerte. No fui capaz de huir, me cogieron en mi casa. Con la misma ropa manchada de sangre, manchada de desprecio. Asquerosa sangre que marcaste mi camino, desde el día que mi padre abrió la puerta del baño y me encontró desnudo. Allí estaba yo, con mis diez años, feliz sobándome mi pene. El viejo sacó la correa y descargó su furia. Mi piel se fue abriendo y la vieja no podía detener los chorros de sangre. Después, con una libra de café molido cubrió todo mi cuerpo. La sangre se coagulo y se quedó en mi mente, se metió en los huesos, la huelo, la siento, está aquí”.

El Parásito, el temible violador del sur, confesó su maldad al pie de la letra. Limpió el vaho que empañó el vidrio y acercando sus ojos a sus ojos se dijo: “Debo morir”.

La libertad no fue su felicidad. Tal vez nunca lo fue, nunca tuvo donde refugiarse ni a quién acudir. Su casa fueron las cárceles. El alimento siempre lo robó. El amor lo conquistó a la fuerza.

“¿Qué haré?” El espejo no le contestó y se empañó repetidamente como evitando escuchar más detalles de su infamia.

En su tierra natal las fiestas patronales de San Martín de Porres se desplegaban con juegos tradicionales, carreras de caballos, corrida de toros, ciclismo, y verbena popular. La noticia de la liberación de El Parásito se esparció como cenizas del Galeras y entonces se nubló la alegría. El pueblo, que sabía de sus múltiples crímenes se ensombreció de miedo y hasta el párroco aseguró con llave las puertas de la iglesia.

El reo más temible del sur colombiano rasuró la barba que lo acompañó los diez años de la última condena. Se quitó la pantaloneta chirosa que permitía ver sus cicatrices y hasta las heridas del alma dibujadas en su cuerpo débil, escuálido. Se vistió con el único pantalón y la única camisa que conservó celosamente para el día de su liberación y de calzado mantuvo unas chanclas de llanta, gruesas y duras como su corazón.

Cansado de mirar la muerte tan próxima como su sombra, El Parásito, esquelético, pálido y con pelo hirsuto caminó suavemente, como midiendo las distancias del penal y se dirigió al costado derecho, donde estaba la “Virgen de Las Mercedes”. Difícilmente se arrodilló ante la efigie y le prometió que nunca más volvería a sus andanzas. Miró profundamente el cielo a lontananza como escarbando entre nubes a Dios y sus lágrimas fueron, sin duda, el más grande signo de arrepentimiento que lo despidió de “La Gorgona”.

Las fiestas de su pueblo transcurrían tímidamente, y el programa de cierre se anunciaba escandalosamente por las calles. El locutor con elocuente voz, notificaba a la población que al día siguiente la corrida de toros estaría precedida por “El Poblano”, gran matador español.

El Parásito, arrepentido de sus andanzas, confió en la ayuda de Dios, y mientras viajaba, cruzando el mar, la costa y la montaña, no advirtió ni los caminos sembrados de plátano, café y caña, que lo acercaban a su tierra natal. Prefirió mirar a sus adentros. Quiso pensar en sus hijos pero la mente lo traicionó. Las niñas que violó una a una rondaron su ensueño con imágenes tenues e intermitentes como en las películas de terror.

Al día siguiente, en el pueblo, la propaganda cumplía su labor, y la improvisada plaza de toros, construida con guaduas y tablas estaba a reventar. Sonó un pasodoble y los toreros luciendo luminosos y apretados trajes hicieron la venia al respetable.

En la mente de El Parásito ahora retumbaban oraciones, decenas de oraciones que hablaban de un Dios bueno, justo y compasivo. La libertad lograda para él no era suficiente. En su familia no era bienvenido, los amigos no existían. El amor, la ternura, la solidaridad estaban tan distantes como las estrellas.

La corrida no pudo haber sido mejor. Buenos toros y buenos toreros. En los palcos, la multitud feliz aclamaba a los héroes de la tarde, y el párroco sacaba pecho levantando la imagen del negrito San Martín de Porres. El sol festejó toda la tarde hasta que el viento refrescó su ocaso.

Los altoparlantes anunciaron: “Para el público, el último toro de la tarde… de 320 kilos, piel de ébano, de nombre Reo…” El tremendo animal salió presuroso y babeando por el ruedo. La multitud se dispuso atenta para ver los atrevidos, pero nadie se resolvía. El toro se situó en el centro de la plaza y con mirada desafiante miró uno a uno a quienes estaban en su horizonte.

De pronto, de un salto y como salido del más allá, entró a la arena un osado. Por algunos segundos la plaza se enmudeció. Los paisanos se miraron entre sí completamente extrañados. El viento cálido se enfrío y en la escena un rayo disparó las emociones. Se escuchó un murmullo al unísono: “¡El Parásito¡” un suspiro generalizado se sintió en la plaza y sólo Dios sabe lo que desearon todos los asistentes. El Parásito caminó con pasos de pluma hasta su rival. Mirándolo de frente, se ubicó a escasos centímetros del animal. En la gente la sangre hervía, el corazón se apresuraba, la retina se ensanchaba. En el ruedo, los reos parecían entenderse y en verdad lo hacían. El animal, de manera fraternal, parpadeo y movió pesadamente sus cascos. El Parásito pidió cumplir su promesa a la “Virgen de las Mercedes” y exigió, como al espejo, una libertad definitiva. Abrió lentamente los brazos, cerró los ojos y pidió calladamente perdón. Después hizo un movimiento brusco y el toro se abalanzó contra el escuálido cuerpo. El toro ganó la contienda y convirtió en leyenda su nombre y su ganadería.

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