TRISTE ESPERA

Es noche de luna. El pueblo de calles estrechas, casas ajustadas y montañas vigilantes es divisado desde las afueras. Dos hombres armados esperan el momento justo para actuar. En la penumbra se perfila preciosa la silueta de la iglesia. Sus gentes dibujan entre sueños sus propias esperanzas, mientras en la casa de Mariela una cumbia de tamboras penetra con el aura. Es fin de semana y la discoteca vecina anima una noche de agosto.

Mariela da vueltas en la cama, se refriega los ojos, levanta la cabeza, mira las luces que se cuelan por los visillos y escucha nítida la canción que bailaba con su esposo. Eran otros tiempos. Ahora, sentada en la cama, se pregunta en silencio: “¿Dónde estará Miguel?”. 

A media luz, y aún con el sueño entre las sienes, da pasos inseguros, abre la puerta más próxima y se cerciora de que sus hijas, una de nueve y otra de catorce años, duermen sin perturbación. 

Va a la cocina, aviva la luz, y una espantosa mariposa negra, del tamaño de la mano, da dos vueltas y se posa en la nevera. Parece una más de las figuras adheridas con imán. Arropa su cuerpo y recuerda los agüeros de la abuela. Siente un vacío en el estómago y un frío recorre todo su cuerpo. Saca del termo un tinto; mientras lo saborea, un sentimiento de amargura se refunde en sus venas y sus ojos se resisten a llorar. “Si Miguel no bebiera tanto pudiéramos ahorrar para una casa propia, en otro lugar”, medita. 

Mariela no sólo vive cerca de una discoteca, también de la estación de policía. Daría su vida por evitar el ruido y el peligro. Se refugia entre sus manos, y sus ojos se salpican. Regresa a su cuarto, toma un asiento y se ubica detrás de la ventana.

La luna llena alumbra el tejado del frente. Desde allí, un gato negro parece que la ojea. Sus pupilas semejan infrarrojos que apuntan a Mariela. Ella, por un momento, cierra la cortina, baja los párpados y, curiosa, vuelve a abrir el telón. El gato sigue de espía. “¡Alma bendita!”, replica acobardada. Se hace la cruz e intenta susurrar una oración que no puede concluir… En la calle, ve a una niña que puede ser su hija. A un costado de la discoteca, un joven le comparte un largo chorro de aguardiente con la botella en alto. La chica, gustosa, abre la boca y se lo toma con los ojos como dormidos. En la otra esquina, una chica en minifalda se agarra difícilmente del cuello del policía de guarda. Mientras los dedillos de sus pies soportan el peso de su cuerpo, sus brazos impacientes acercan los labios del uniformado y lo besa con pasión. El fusil cae y la chica continúa prendida de sus labios. Mariela camina nuevamente hacia el cuarto de sus hijas y comprueba que siguen dormidas. “Dios mío, protégelas”, dice. 

En su mente se producen novelas de dolor. Miguel no llega y la noche se hace más larga que de costumbre. Encuentra algunos cigarrillos en el nochero e intenta prender uno, pero reacciona inmediatamente. Las eternas peleas de pareja han sido por ese odioso rollo del vicio. Aunque tira el cerillo, éste no se apaga. Lo pisa con furia y regresa a la ventana, corre la cortina y mira el gato exactamente en el mismo lugar, tercamente observándola. “Dios mío, protégeme y protege a los míos”. Saca de la mesita su celular, presiona dos teclas y en el recuadro iluminado de azul ve la hora. Son las 3:10 de la mañana. 

Desde las afueras, el pueblo se percibe ahora con una bruma fría. Son las 3:10, rumoran los hombres armados al unísono. “Ja, ja”. 

Con su cabeza pesada, Miguel camina en zigzag. Sus amigos lo han dejado en el parque principal. Se acerca a un toldo y pide algo de comer. Trata de consumir unos pedazos de carne, asados en un delgado palo redondo. Los come con tanta paciencia y emoción que pareciera ser su última comida. Él no piensa en su mujer, tampoco en sus hijas. Manda la mano a su bolsillo y descubre que no tiene un peso. La mujer que lo atiende une sus labios y rasca su cabellera. 

Su esposa, sentada aún detrás de la ventana, se cansa de imaginar tragedias y prefiere confiar en Dios. Reza como todos los fines de semana la “oración del gran protector”, y aunque tiene los ojos pesados no se acuesta. Corre la cortina y el gato sigue allí, parece pegado a las tejas e hipnotizado por el viento. “Huss, animal de mal agüero”, dice Mariela. El felino no le hace caso. 

Se ve gente inquieta por la ventana. Han salido de la discoteca y algunos encienden sus motocicletas. Hay corrillos que murmuran escozor. El policía ya no está en su puesto de vigilancia y las chicas han desaparecido. Todos miran hacia la estación de policía. Las ventanas de los edificios se iluminan en serie. Como Mariela, el vecindario también se ha desvelado. Quisiera salir corriendo, pero sus hijas duermen y su esposo no ha llegado. 

Desde las afueras, el pueblo se ve otra vez nítido, la bruma se ha despejado. Uno de los personajes misteriosos acomoda su bufanda y el otro dice: “Por fin…”. 

“Por fin…”, dice Mariela. Desde la ventana distingue a su marido y le agradece al Señor su regreso a salvo. Mariela cierra la cortina, se olvida del gato y la mariposa, deja todas sus preocupaciones. Se santigua, se arropa con su cobija y se dispone a descansar a las cuatro de la mañana. Ya sobre la almohada, cierra suavemente los ojos y trata de conciliar el sueño. 

Segundos después, un estallido espantoso despierta a toda la población. A lo lejos se mira una inmensa nube de polvo que cubre hasta la iglesia. Los extremistas farfullan: “Misión cumplida”. 

En el barrio hay ventanas destruidas, vidrios rotos, casas despedazadas, gritos, lloros y lamentos. En los sobrevivientes, un chillido en los oídos perturba hasta sus conciencias. Mariela se asoma a la ventana y en su rostro se dibuja la desdicha.

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