LEONOR, LUCRECIA Y LA FIEBRE


Sucedió en 1939 en un pequeño pueblo del sur de Colombia. Estaba tan alejado del centro del país que El Tiempo se retrasaba hasta un mes. Allí los entierros se habían vuelto tan comunes que la gente permanecía de luto para acompañar al siguiente paisano. Cuando se dieron cuenta que la causa de las defunciones era una enfermedad contagiosa, los entierros ya no eran tan concurridos. El miedo se había apoderado de la población. Y tan contundente fue el miedo que lo ocurrido a las hermanas Ricaurte aún es motivo de estudio de los psicólogos:

La casa de las Ricaurte tenía dos características que la hacían especial: un hermoso jardín interior y una vista extraordinaria. Desde las ventanas del segundo piso se alcanzaba a ver la casa municipal con la bandera de Colombia siempre izada, el templo con su torre majestuosa y la plaza principal rodeada de casitas blancas con techos de teja. Por el lado donde estaba un frondoso árbol de Palo Cruz se veía trasladar a los difuntos con rumbo al cementerio.

En ese caserón vivían Leonor y Lucrecia, las solitarias solteronas herederas de don Bonifacio Ricaurte y doña Lucía Ramirez:

―Otra vez suenan las campanas, Lucrecia.
―Sí, más muertos hermana. Ya quisiera que sea el loco Venancio, Dionisio el borracho o Julia Loza, la chismosa…
―Deja de hablar tonterías. La vida sólo le pertenece a Dios.
―Estoy segura que no es sólo mi deseo. Todo el pueblo quisiera que se los lleve el diablo. Es natural, se están yendo los importantes. Entre los veinte de ayer estaba don Eloy, el boticario. 
― ¡Si los médicos se mueren qué será de nosotros, que no sabemos de pastillas y curaciones! Esta peste va a acabar con el pueblo. Hay que rezar hermana, hay que rezar, no nos queda más remedio que estar en gracia de Dios. Por alejarse de él es que pasan todas estas cosas. 
―Eso sí lo creo. Mirá no más cuántos liberales han muerto. Aunque también han caído varios de los nuestros. Allí están don Edmundo y el cura Rosales. Decían que eran voltearepas, de esos que se vendieron en elecciones y traicionaron al partido.
―Las enfermedades y la muerte no buscan color político, y tampoco miran el bolsillo, hermana.
―Yo diría que se ensañan únicamente con los pobres. Así ha sido siempre. Insisto, mi Dios se debería llevar a esos… que ni falta hacen.
―Nadie muere sin el consentimiento del señor. Sólo Él fija la hora y los minutos.
―Esos no mueren porque nadie se les acerca; nadie los contagia… 
―Dicen que ya han mandado a traer médicos de afuera, quizás den con el mal. ¡Acércate a la ventana! Parece que la familia de los Cochosos está de duelo.
―Así es, alguno de ellos se nos adelantó en este camino de desventuras.
―Me gustaría salir al entierro. Ellos siempre han sido buenos amigos. Acuérdate de las serenatas que siempre te traen en cumpleaños. Es un deber católico acompañarlos.
―No cometas esa brutalidad, el contagio es tan peligroso que suspendieron hasta las misas, ¿no te has dado cuenta que los pasan directo al hueco?
― ¡Virgencita de Las Lajas! ¡San Martín Bendito! ¿Hasta cuándo viviremos esta desgracia?

A la casa de las Ricaurte la fiebre mortal demoraba en llegar. El número de habitantes se reducía y algunas casas quedaban vacías, a merced de los delincuentes. No había vacunas, no había medicamentos y lo más grave: no había hospital ni médicos. Los boticarios, los curanderos y los curas fueron los primeros que se contagiaron y dejaron este mundo. Los mismos deudos hacían huecos inmensos en la tierra, y sin la bendición de un sacerdote los muertos se enterraban, a veces por decenas. Sólo las campanas anunciaban los entierros.

― ¡No salgas Leonor! ¡No salgas! Desde aquí puedes hacer una oración de despedida.
―Acompañar a los amigos en los momentos difíciles es una obra de caridad. Que Dios te perdone por no ir al entierro, mi querida Lucrecia.
―Qué Dios te ampare cuando te ataque la fiebre, mi querida Leonor.
― ¡No te burles! Ya los bajan, iré con ellos. Ya vuelvo Lucrecia, les daré tus condolencias.
―Tu sales porque no le temes a la muerte, pero yo sí. Escucha esto: No permitiré que entres a la casa con el contagio. ¡Mejor no salgas! ¡No salgas!

La puerta se cerró y Leonor, vestida de negro, acompañó a los difuntos hasta el cementerio. Eran tres jóvenes acondicionados en tres tablas sostenidas por unos valientes acompañantes. En sus cuerpos semidesnudos se miraban moretones y verrugas en la piel con secreciones. Se sentía un olor pestilente. En el sitio destinado para su estancia definitiva dos obreros acababan de sacar las últimas palendradas de tierra. Siendo Los Cachosos una familia numerosa los acompañantes no sumaron más de cinco. Leonor se consideró una curiosa y recordó las palabras de su hermana: “No permitiré que entres a la casa con el contagio”. Un leve movimiento y los cuerpos cayeron de las tablas para chocar con la tierra fangosa que los recibió con una bofetada torpe. Frente al suceso tétrico Leonor, que cubría la nariz con el pañolón, se persignó y regresó.

― ¡Lucrecia, hermana, ábreme la puerta!
―Busca posada en otra parte, porque aquí no entra la enfermedad.

Esa frase fue concluyente y marcó la primera y única separación de las dos hermanas, que siempre habían permanecido juntas durante algo más de seis lustros de existencia. Lucrecia estaba tan predispuesta que no quiso darle ventaja a la muerte. Leonor no alcanzó a dimensionar la decisión de su hermana y tuvo que resignarse a buscar ayuda en otra parte.

―Toc, toc. Don Reinaldo soy Leonor, hija de Bonifacio, el minero.
―Toc, toc. Don Eustorgio, soy Leonor, hija de Bonifacio, el minero.

Ni la tendera, ni el profesor, ni el sacamuelas, ni el carpintero abrieron las puertas.

―Toc, toc. Don Ángel soy Leonor, hija de Bonifacio, el minero
―Toc, toc. Don Carlitos soy Leonor, hija de Bonifacio, el minero

Ninguno de los políticos del pueblo abrió la puerta. Tal vez se fueron del pueblo para no contagiarse; o tal vez fueron a buscar la solución, se dio ánimo. Con su cuerpo frágil y pequeño dio pasos firmes y seguros. Sus ojazos negros advirtieron la soledad del poblado. Fue a la iglesia y sólo el sacristán contestó desde el campanario, donde estaba confinado. Pasó por la escuela de varones y encontró un improvisado sanatorio. No lo pensó dos veces y entró a ayudar: “Si es para morir, moriré sirviendo” se conformó. 

Pronto el sol se fue a alumbrar el otro lado del mundo y éste quedó oscuro como oscuro se percibía, en verdad, el futuro de aquel pueblo asaltado por el viento helado de la muerte.

La casa de las Ricaurte se llenó de soledad. Lucrecia se sintió confundida. Encendió la lámpara de kerosén y bajó las escalinatas acompañada de un dolor que no supo identificar en qué lugar estaba estacionado. Lo sintió en cada paso que dio, en cada grada quejumbrosa que por años la había visto subir y bajar con la lentitud de los que no quieren llegar al destino. El dolor invadió su entelequia, lo sintió en las tripas y también en el corazón. Revisó cada escondrijo de la casa y aseguró puertas y ventanas intentando una muralla contra el contagio.

Se acostó en la cama donde dormía con su hermana. Apagó el candil y trató de conciliar el sueño, pero no pudo. Un ejército de sospechas rodeó su soledad y acribillaron su paciencia. Una sombra perenne alumbró su insomnio; estuvo cargada de rayos lacerantes que le hicieron recordar a sus padres hablando del amor al prójimo y en especial al hermano. Finalmente, el agotamiento cobijó su pesadumbre.

En el oscuro sueño vio un perro que descansaba en algún lugar de la casa grande y silenciosa. Un gato vestido de frac le cantaba canciones y el perro se tapaba los oídos intentando evadir un sonido que paradójicamente le pareció encantador. Cuando un hombre hizo un disparo para ahuyentar al felino ella se despertó. 

Alguien tocaba la puerta.

―Lucrecia. ¡Ábreme! ¡Ábreme mi amor! ¿Te gustan mis canciones? Sé que estas sola y podremos hablar. Deja tus rencores.

Lucrecia reconoció la voz de Dionisio. No era la primera vez que le llevaba serenata desde que decidió terminar sus amoríos con él, por culpa del alcoholismo. 

―Lucrecia. ¡Ábreme! ¡He cambiado! ¡Soy un hombre distinto! ¡Dame una oportunidad!

Lucrecia especulaba en silencio: 

―No se nota borracho. Tal vez ha cambiado. Pero, ¿Por qué Dionisio sabe que estoy sola?
―Lucrecia. ¡Ábreme! ¡Ábreme mi amor! Sé que estas sola.
―Sí, estoy sola, y tal vez para siempre ―pensó ella sentada en aquella cama que tenía espacio para otra persona.
―Leonor. Esta es la oportunidad para aclarar nuestras dudas.
―Dudas son las que tengo ahora con esa maldita epidemia. Pero no estaría mal hablar con Dionisio; al fin y al cabo a mi hermana nunca le disgustó nuestra relación.

En las afueras Dionisio sentenció:

―Lucrecia. Tú eres la que no quieres hablar. ¡No te vayas a arrepentir!
― ¿Arrepentirme? ―Examinó ella. ―Sí, podría arrepentirme de no saber dónde está mi hermana. Se lo preguntaré.

Encendió una vela, respiró hondo y decidió bajar.
Mientras Lucrecia descendía lánguida por las gradas, éstas chillaban su pesadez: crick, crick, crick… En el cuarto escalón sintió que el mundo se le venía encima, perdió el equilibrio y con un grito de angustia terminó en el piso.
También gritaba un niño en el sanatorio donde estaba su hermana Leonor tratando de darle alivio, más con oraciones que con medicinas. Oraba por los enfermos y también por su hermana, según ella débil y desconfiada del todopoderoso. Oró ante una imagen bendita y suplicó remedio para los afligidos.

Así la noche pasó y un nuevo día brilló en el poblado. Julia Loza, la chismosa, iba gritando por la plaza: “¡llegaron los médicos, llegaron los médicos!”
Leonor que estaba en el dispensario recibió a los doctores, Luis y Hernando, que llegaron de la capital con varias cajas de medicamentos que empezaron a suministrarse de inmediato. Los había traído un político del pueblo que llegó, también, con la promesa de construir un hospital.
Leonor que con sus ojos y su dulzura emocionó a uno de los benefactores lo convidó a que vaya hasta su casa a informar la buena nueva a su hermana Lucrecia. Cuando tocaron la puerta, en la casa del jardín y los ventanales, nadie respondió al llamado. 

En el silencio de la vivienda el cuerpo de Lucrecia reposaba obstaculizando el acceso a la escalera. De su cabeza rota había salido excesiva sangre, el coagulo formaba un atajo ensangrentado de dudas, temores y remordimientos, era de un color rojizo, impaciente, irritable e inconformista. Tenía una espesura impenetrable, perversa e incomprensible. Su olor era de egoísmo, miedo y pesimismo.

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