SOBREVIVIENTES


Si no hubiera sobrevivido no estaría contando esta historia. Todos teníamos suficiente referencia que el sitio al que íbamos estaba minado; pero aún no puedo creer lo que encontramos allí y lo que pasó ese día en ese espacio cósmico, encantador, histórico, y turístico...

El Parque Los Fundadores fue el punto de encuentro en aquel sábado, 14 de febrero de 2015. Gina y Mauricio se veían felices abrazando el amor. Ellos ni los demás universitarios habíamos cavilado sobre la fecha; pero Javier se encargó de hacerlo:

―Hoy es día de San Valentín, ¡día de los enamorados!, exclamó. 
Alguien dijo: 
―Eso es de los gringos… 
―Ahora se festeja en todo el mundo, por efecto de la globalización… complementó Javier. 

Lo cierto es que una luz en los ojos de varios compañeros delató su condición de seres humanos incompletos. Miré alrededor y recordé el parque, antes de la remodelación: lleno de flores y árboles inmensos que cubrían con su sombra el encuentro de los novios que se besaban en la salida del colegio, hace muchos años. El tiempo se ha ido como las hojas del árbol que se arrastran confundidas con los pasos de los que pasan por aquí. 

El parque no es el mismo. No tiene las callecitas que se unían en el centro y tampoco el pedestal central que imponente sostenía un águila, ave de vista perspicaz y símbolo de poderío, dignidad, libertad y fascinación. El calor del sol tampoco es el mismo, es más intenso. Hoy hace bochorno y las muchachas van en busca de raspados, refresco lugareño que se endulza con panela. Vanessa, que luce un sombrero de duquesa, compra algunos vasos, los comparte con los más cercanos, ellos hacen lo mismo hasta que el grupo ha saciado parte de su sed. Los que no tienen sed compran chontaduros que han traído desde Tumaco y se venden en una tolda frente a la capilla franciscana, templo católico que orgulloso muestra en las afueras una estatua del obispo conservador Pedro Schumacher. 

Sólo han pasado veinte minutos pero parece una eternidad. Cuando el grupo se percibe alterado por la demora del chofer, la chiva aparece. Apresurados y contentos los convocados abordan. Ha llegado el momento de partir. Son las 10:50 de la mañana. Alcanzo a ver entre los privilegiados que acompañan al conductor, en la primera banca, la cabeza brillante de Javier y la Linda Kelly, ella muy cerca del señor Regalado, el docente que dirige esta expedición. Con ellos también está Bryan, el chico que camina con elegancia. Los cinco conforman la tripulación de la nave VSJ.896 de colores blanco y azul, seis bancas de madera con capacidad de siete personas cada una, seis ruedas garantizadas para pararse duro en las pendientes que nos esperan y, además, excelente ventilación y música popular (vallenato y despecho). Así empezamos el recorrido los cuarenta compañeros de quinto semestre de administración pública. Nuestro interés: fortalecer en terreno los conceptos tratados en el aula sobre espacio, tiempo y territorio. 

Nos dirigimos a Las Piedras, un sitio especial de Samaniego, germinado en las entrañas de la cordillera occidental de los andes nariñenses, al occidente de Pasto. Son las tierras que en la prehistoria cultivaron las tribus Abades y por las cuales también incursionaron los Sindaguas. Es un punto de la vereda Alto Pacual que hasta hace poco era dominio de la guerrilla y donde se dice sembraron minas antipersonal. Ese tema no deja de preocuparme aunque Parmenio asegura que eso es cuento del pasado. Informa que la guerrilla se ha ido y la comunidad ha limpiado la zona. 

«Quemamos el monte y estallaron tres minas» dice Parmenio, al momento que muestra el celular con fotos de personas en la zona. Estos argumentos convencen a la mayoría y el miedo se reposa. Los expertos dicen que un artefacto explosivo puede durar hasta 100 años; pero… tal vez todos recordamos los paseos de colegio y tenemos la ilusión de regresar al sitio que disfrutamos cuando niños. Ese era el sitio preferido hasta que lo convirtieron en un fortín de guerra, a comienzos de mil novecientos noventa. 

Avanzamos unos cinco minutos y llegamos al Mirador Las Letras, donde en grandes caracteres de cemento se anuncia: Bienvenidos a Samaniego. Desde allí el paisaje urbano se ve en toda su extensión. Indudablemente el pueblo ha crecido y ha renovado la forma de construir las viviendas. No se miran techos de teja porque ahora el ladrillo y el cemento simbolizan el progreso. Bajamos de la chiva y nos acercamos al tutor, un hombre sabio que luce una barba blanca, signo de pureza y perfección. Alcanzamos a escuchar sus orientaciones con dificultad porque su voz es suave, con poco volumen, pausada y misteriosa. Nos pide observar el paisaje en diferentes direcciones. 

A mi grupo le correspondió detallar el nororiente. Se trata de la cuenca del Río Pacual. Distinguimos un territorio verde donde las altas montañas forman unas pendientes peligrosas y su figura de gigante recostado se pierde en el horizonte, entre nubes espesas de blancura. Se diría que las casas están colgadas de la tierra como adornos de árbol navideño. La carretera que lleva a Tabiles serpentea ascendente hasta la cumbre y en algunos lugares se advierten ciertos deslizamientos de tierra. No se alcanza a ver el río pero imagino su recorrido y su corriente bulliciosa arrastrando cachivaches. El profesor nos facilita unos binoculares y detallamos las pequeñas parcelas que cual colcha de retazos cubren el secreto del pasado. No hay bosque, sólo algunos árboles sirven como cercas naturales. Las casas están dispersas y se perciben humildes, como humildes son los campesinos que han salido a vernos al percatarse del ciclón estudiantil. 

«¿Vienen a tomar fotos?» Pregunta el pequeño agricultor que acompañado de su esposa, aún más pequeña que él, dice: «Vengan a ver pa’ ca».

Nos muestran unas conejeras rústicas empotradas a un metro veinte del piso con unos ejemplares grandes y bonitos. El asombro de los visitantes casuales parece alegrar a los campesinos que afanosamente abren los candados que aseguran las puertas del hogar de los silenciosos mamíferos. 

Terminado el trabajo en el mirador se reanuda la marcha. De allí en adelante la chiva parece quejarse cada vez que escala la montaña. Jairo, el mecánico, me aclara que el vehículo tiene un motor Nissan 200, con la capacidad de 200 caballos de fuerza para subir sin problema por rutas exigentes. Sin embargo, el grito atemorizado de los estudiantes se hace sentir cada vez que el carro se ladea, al pisar un hueco, topar una piedra, o cruzar un barranco. Desde mi asiento miro el espejo retrovisor de la primera banca y el chofer sonríe ante la angustia de los citadinos. De pronto, al pasar una curva por donde hay un arroyuelo, Carlos, hombre alto y fornido que está sentado a mi costado derecho, justo al lado de una puerta lateral, pega un salto sin sentido. 

― ¿Qué le pasa compañero? Preguntamos los cercanos. 
―Pensé que el carro se volteaba porque la llanta de este lado pasó por el aire, ―expresa visiblemente asustado. 

Sigo dialogando con Carlos para que olvide el mal momento. Entonces le digo: 

―Tú que eres agricultor enséñame el nombre que tienen las plantas que observamos al pasar. Amablemente empieza a detallar lo que vemos; pero con cierta mofa: 
―Estas son Granadillas, esto es Quillotocto, este es el Caspe, esta es la hoja de pillo… esta es una vaca, este es un caballo… 

Sarita, que está a su lado, dibuja una sonrisa enorme en esa tez blanca de pómulos pronunciados. 
Más arriba los malos recuerdos atormentan nuevamente a Carlos: 

―Por aquí lo subieron a mi hermano antes de matarlo. 

Se saca las gafas oscuras y miro en sus ojos una tristeza acumulada de años. No quiero ahondar en ese tema y se me ocurre decirle: 

―Qué carretera tan estrecha. 

Responde inmediatamente alzando la voz para que escuche el grupo: 

― ¿No habrá unos concejales que hagan ampliar la carretera? 

Wilton, David, Jairo el mecánico, y Magolita, que en verdad son concejales de Samaniego no dicen nada; pero Parmenio, que vive y es líder en la región por donde estamos pasando, se siente aludido. Entonces alega: 

―Así la tenemos nosotros porque ustedes la tenían como tobogán. 

Es obvio que hace referencia al tiempo en que Carlos fue jefe de planeación, en otra administración. 

Dejando a un lado el debate Carlos me aclara que el paisaje empieza a cambiar; me da nombres de árboles que sólo pegan en el alto y la compañera Johana saca su brazo y aprovecha para grabar con su celular. Entre gritos, charlas y chistes, el tiempo―espacio va cambiando y sin darnos cuenta nosotros también hemos cambiado. No somos los mismos que éramos cuando empezamos el recorrido en el Parque Los Fundadores. A un lado ha quedado la clase magistral para darle paso al conocimiento vivencial. Vinimos con sol y ahora cae una pequeña llovizna. Sarita se disgusta. Le han jalado el pelo y reniega con ahínco. Pero no es tiempo de rabietas alguien anuncia que llegamos al destino. 

Faltan diez para las doce de la mañana y el carro nos ha dejado justo frente al espectáculo natural. No hay necesidad de caminar largos trechos. Allí están Las Piedras, tan hermosas como enigmáticas, tan inmensas como diminutas, tan calladas como escandalosas. ¡Cuidado con las minas! Me dice el subconsciente. Entonces dejo que el grupo avance y trato de diseñar mentalmente una ruta segura. Mis ojos examinan el terreno y mis pasos obedecen la prudencia. Tras de mí viene mi profe; quizás piensa lo mismo. Mira aquí, mira allá y exclama: 

― ¡Esto es extraordinario! 

Los compañeros suben felices y gritan alegres; algunos han llegado a la piedra más alta, aproximadamente a 30 metros del pasto. Sobresale allí una imagen de la Virgen María, la misma que bajo la advocación de la Virgen de Nuestra Señora de Los Andes, fue puesta en ese lugar, en 1976, por iniciativa del padre Efrén Ortega Ruales, religioso samanieguense que creó en su momento un club de scouts con jóvenes entre 15 y 25 años de edad. 

Al momento se escuchan disparos. Las pupilas de los expedicionarios se dilatan Son las cámaras de los celulares que empiezan a registrar las formas y momentos más sobresalientes, según el ojo de cada estudiante. Si el profe diera, ahora, un punto más a quién diga cuántas piedras existen, yo respondería con seguridad que son once. Las conté una a una, detallando sus formas y tamaños. 

Un poco más arriba el profe me dice: 

―Jairo. ¿Usted conoce el origen de estas rocas? 
―No. No tengo referencias. 
―Se trata de rocas antiguas que se formaron en la época del cuaternario. Surgieron de la tierra en momentos de ebullición; como cuando una colada caliente sopla. Así fue que obtuvieron su forma. 

¡Qué buena aclaración! En verdad, algunas se ven como dedos, otras como triángulos, hay redondas, planas o con picos. 

Luego de ascender unos cuantos metros el profe me invita a hacer un rito indígena para pedirle permiso a la Pachamama. Me acercó a una roca, le hablo, acerco mis oídos. Palpo su textura con los brazos abiertos y tengo un momento de intimidad con el cosmos, tal como me lo indicó el tutor.

La llovizna cesa y el cielo se despeja. Siento en mi cuerpo una energía inusual. Miro en lontananza el pueblo de Tabiles y el cerro del Sesenta. El perfil de la cordillera corrobora su femineidad y agradezco a la madre tierra las bondades de la existencia y especialmente de mi vida. 

Una explosión se escucha de repente… es la explosión de aplausos que de manera espontánea surgen del grupo, celebrando por este día maravilloso. 

Unos miran hacia el norte, otros miran hacia el sur. Desde aquí podemos distinguir las dos zonas en que se divide el municipio. Con los ojos de la virgen, al frente, la zona oriental; donde habita el 90 % de los samanieguenses y se ubica la cabecera municipal. Allí distintas quebradas y riachuelos conforman los ríos Pacual y San Juan que finalmente tributan al río Guaitara por allá en Sotomayor. Atrás, la zona occidental, referenciada como la montaña: menos habitada, menos contaminada, menos atendida por las autoridades. Por esos cerros se forman los ríos Cristal, Palí, Saspí y Telembí los que luego se desbordan en el gran Río Patía. 

La felicidad se confunde con el paisaje y las piedras sonríen animadas por la visita. La clorofila sacude las hojas de las plantas y los gusanos respiran nueva vida. Huele a verde, huele a paz, huele a fraternidad. El corazón se hincha y se sacude con fuerza.

Si no hubiera sobrevivido a tantas emociones juntas no hubiera podido contarles esta historia. ¡Les juro que Las Piedras son nuevamente nuestras!

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