ANIMALES Y ANIMALADAS

En las tardes, cuando el sol se escondía en la montaña, los niños salíamos a jugar. Se suponía que todos habíamos cumplido con las tareas escolares y podíamos disponer de un rato para corretear y divertirnos. La calle era nuestro lugar de recreación, las casas del barrio eran tan pequeñas que parecían de pesebre. No tenían patio y, en uno o dos cuartos, nuestros padres estrechamente acomodaban los espacios más esenciales para vivir. 

Como relojito, a las cinco de la tarde ya estaba el grupo de amigos rondando la esquina de siempre. En ese cruce de calles planeábamos todas nuestras picardías. En una esquina se ubicaba la tienda de doña Laura, al frente la peluquería de don Cruz, diagonal, el almacén de las Mejías y la cuarta esquina era nuestra «Sede», la llamamos así porque nunca cambiamos de lugar hasta que crecimos. Esa vivienda era de unos señores del campo; por eso la puerta solo la abrían los días de mercado para cargar o descargar panela, el resto de la semana estaba a nuestra disposición para sentarnos y encontrarnos en las alegrías y tristezas.

Las calles eran sin pavimentar, cuando pasaban los camiones de los Basantes el polvo contaminaba el ambiente, una nube espesa de tierra diminuta que subía hasta los tejados de las casas impedía la visibilidad por varios segundos, las casas generalmente pintadas con cal, se tornaban amarillentas, y el pelo de las chicas perdía su tan custodiada suavidad. Doña Laura apuraba a tapar los panes que tenía sobre la vitrina y doña Elia renegaba por el polvo que se pegaba suavemente en las melcochas recién preparadas para venderles a los escueleros.

En el barrio habían dos grupos de amigos, los jóvenes y, los adolescentes, que éramos cinco: Oscar, «el embarradito», el muchacho que en su niñez la debilidad en sus esfínteres lo hacía defecar a cada rato. Eso lo marcó para toda su vida con ese sobre nombre; hábil para los juegos de azar y para el fútbol; Checho, hombre calmado y razonable; Juan Carlos, El Moreno, joven fuerte, bien desarrollado, de piel oscura y pelo ensortijado; William, tan blanco que le decíamos quesillo, y yo, insaciable en el juego, recuerdo que olvidaba hasta de comer y mi madre me esperaba con perrero y cantaleta.

En la Sede planeábamos nuestros juegos, tan diversos como divertidos, tan burlescos, como chiflados, tan generadores de alegría que nunca pensamos en morir para conocer el paraíso. Tampoco necesitamos discutir a no ser cuando don Vicente, el padre de menores, llegaba con su pesada bicicleta, de llantas gruesas, ahuyentando a los juguetones, callejeros y enamorados. Recuerdo que su bocina con un característico «fo foo» delataba su presencia, y antes de que nos encuentre en plena acción, jugando a las bolas, los trompos, los dados o el naipe, salíamos corriendo a nuestras casas para evitar el regaño y la vergüenza ante la estricta sociedad de la época.

Un día, en la esquina de siempre, nos reunimos los de siempre, miento, faltaba Abel, el hijo del carpintero. Como estábamos en época de navidad todos salimos a mostrar nuestros juguetes, los juegos tradicionales se dejaron a un lado temporalmente. Por coincidencia, el niño Jesús a todos nos había traído animales. Eso era de esperar porque nuestros padres, todos en iguales circunstancias de pobreza, eran clientes del único proveedor de juguetes que existía, un señor ecuatoriano que venía los miércoles y se instalaba en el asiento de la plaza, para aquella época un terreno destapado.

Agradecidos de la presencia del niño Jesús, en nuestras casas, cada uno salió con el animal más sobresaliente. El Moreno con su león, salió orgulloso, y con su voz gruesa gruñó tanto que quedó ronco tosiendo como un pequeño Curi; Checho el flacuchento cansó toda la tarde con su muuu muuu de un toro blanco, hermoso, que mostraba detalladamente su raza Cebú; Oscar el embarradito, andaba feliz con su perro Alemán. Durante toda la tarde notamos que convocó una extensa fila de perros y perras que lo seguían, no sé si fue por su olor o por la particular forma de ladrar, que pudo haberlos confundido. William, el quesillo, era el que siempre se lucía con los juguetes, su papá le había comprado un soberbio Puma en posición de ataque, lo malo era que no sabía qué sonido hacer ya que no es un animal común, contrario a mi caballo que si bien no me atrevía a hacerlo relinchar perfectamente le hacía hacer coto cos coto cos, hecho que me hacía feliz.

De repente, todos estábamos en la sede simulando el más grande zoológico que jamás se había tenido cerca. En círculo y todos arrodillados manejábamos con nuestra mano derecha los célebres animales haciéndolos actuar. El juego estaba tan coordinado que ya habíamos hecho una cerca con los palillos que solíamos aprovechar, luego de consumir los chupones del tuerto Eraso. El escenario no podía ser el mejor, la alegría era insuperable, la navidad no sólo había traído regalos, sino unidad, felicidad y compañerismo. En medio de la pobreza y sus limitaciones nosotros y nuestros padres estábamos complacidos. 

Siendo 25 de diciembre aún se escuchaban los villancicos amplificados por las cornetas de don Segundo, el dueño de la emisora, que vivía en la misma calle. Con la música de fondo un viento fuerte acompañado de truenos y rayos anunció la tempestad que vendría en segundos. Don Cruz, el peluquero terminó su jornada y salió a sacudir las capas percudidas, las Mejías cerraron su almacén más temprano porque había llegado Fernando, un pariente que gustaba chicanear trayendo un carro distinto cada vez que llegaba de Ecuador. 

Doña Laura nunca cerraba su tienda por eso lo vio todo. Contó luego, que el abusivo llegó solo, con pies de lana, en cámara lenta. Ubicándose frente al grupo de amigos donde gozábamos agachados con nuestros animales, lanzó una asquerosa rata muerta, aún sangrosa por los golpes que debió darle el cazador. Entonces el grito de susto y desespero de los amigos convocó a todo el barrio. Rápidamente se reunieron, tíos, sobrinos, primos, hermanos, yernos, nueras, en fin, todos los parientes de todos y todas los que estábamos en aquel encuentro, hasta hace un rato ameno y fantástico.

Recuerdo que alcancé a escuchar «este animal les falta maricas» de allí todo fue confusión, los animales se perdieron, mi hermano cogió a puño al atrevido y la sangre, escandalosa, terminó por enfrentar a padres, tíos y allegados. La gente echaba puño a diestra y siniestra. Los gritos de las mujeres nos asustaban aún más, mi mamá lloraba, también lo hacía la mamá de Checho, en fin… nuestra Sede, nuestra esquina, la calle del barrio era un campo de batalla. En el suelo varios vecinos rodaban sin camisa, otros aprovechaban para patear como jugando con balones y en medio de tantos insultos alguien dijo: «!La policía, la policía¡»…

En ese tiempo, las autoridades eran respetadas, todos despejamos el lugar y la noche cerró, con su manto sombrío, un juego de niños y una pelea de padres. Esa noche hubo tormenta. Luego de algunos días, Abel nos contó que estando viéndonos por la ventana sintió mucha envidia por no poder compartir de cerca nuestra alegría. Su padre, aunque también le había comprado un lindo gato, no lo dejo salir porque desobedeció la orden de no subirse al tejado.

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