NO SABEN QUIEN SOY YO

Me estoy sintiendo el hombre más infortunado del mundo. Me siento un pillo, un ladrón. Un personaje de poca dignidad, al que le cierran las puertas. Nunca me había sentido tan rechazado y menospreciado como hace un rato. El padre lo dijo: “te ven como un ladrón…” pero yo no he robado nada; él me conoce. 

En ningún momento pasó por mi mente robarle al padre. El padre me llamó para que le ayudara a hacer las diapositivas que usará en la conferencia que tiene mañana en el colegio de las monjas… en las que se mete uno por tratar de ser útil a la sociedad. Pero el padre es buena gente, él no tiene la culpa. La bondad del padre es garantizada. Ha hecho tantas obras en este pueblo que el cielo lo está esperando.

A sus ochenta años a él se le pierde todo, se le pierden las gafas, los bolígrafos, las corbatas… pero antes de trasladarse a esa casa no había ningún problema porque él iba a la mía. Allí me decía lo que necesitaba y yo se lo hacía en mi computador. Él me daba las indicaciones generales: Cómo empezaría la charla, qué ejemplos usaría, las fotos para ilustrar cada tema y la música que sonaría. En eso es supremamente exigente, para cada canción tiene una historia y entonces habla de los sitios que ha visitado. Se ufana diciendo que sólo le falta conocer el Japón y Rusia.

De cuando en vez habla en inglés. Me salió en verso, así es. Ha estado tanto tiempo en Estado Unidos que lo habla perfecto. Ahora que volvió dice que abrirá una escuela para enseñar a hablar el idioma de los gringos. Me gustaría asistir; pero con lo que pasó estoy avergonzado.

Todo empezó con su invitación. Me llamó a las 11 de la mañana y convinimos que iría a la una. Como es tan importante no podía decirle que no. No le podía incumplir. Allí estuve a la una. Es decir hace treinta y cinco minutos. Cuando iba me vino un mal presentimiento. Pensé que a la una el padre estaría haciendo la siesta. La verdad, es la primera vez que voy y tal vez la última que vaya. Ha hecho la casa cerca de los pobres; por allá en el barrio de los desplazados. Cuando llegué, la casa se veía calmada, en silencio, parecía que nadie la habitaba. ¡Es hermosa! Digna de un trabajador incansable. Es grande, de una sola planta, ¡y con un jardín aromático! Su entorno esta amurallado. Hace la diferencia con las demás casitas, que son humildes, sencillas.

Cuando timbré todo cambió. El padre abrió el portón metálico y en segundos aparecieron El Guardián, Hércules, y Susy. Todo fue una revuelta. Ladraban escandalosos y sus colmillos brillaron como navajas. Su baba espesa caía en el piso formando hilos desde sus bocas. Sus lenguas eran espadas sedientas de sangre. Sus ojos me enjuiciaban; corrían y parecían que se multiplicaban. Sus patas en posición de ataque y sus manos cargadas de una furia incontrolable. El uno es negro y de pelo liso, sólo sus pupilas resplandecen. Otro es obeso, cachetón y como vaca; tiene manchas negras en su piel clara. El más grande y chillón es un pastor alemán. Sus orejas se erigían chismosas; pero de mí no escucharon nada, ningún reproche. El temor no me lo permitió. Asumían un garbo monstruoso que cada uno parecía decir: “usted no es bienvenido”. Obvio que ya me había dado cuenta. La verdad es que yo calle mi resentimiento. Ustedes no saben quién soy yo, ¡malparidos¡ retumbaba mi rabia en las tripas.

Era una escena perfecta de intimidación. Me sentí en el cadalso. Yo me aferre al padre y él daba vueltas conmigo como jugando a la ronda. Les decía: “quietos, quietos” pero era como darle órdenes a una escoba. No tenía mando, no le note ninguna autoridad. Los canes actuaban con su propia convicción. El padre golpeaba las palmas de sus manos en señal de rechazo; pero lo hacía de tal forma que estoy seguro lo percibían como un aplauso.

Mi vista periférica no alcanzaba a detallar los movimientos de esas bestias cada vez más cerca de mi carne. Mi rostro estaría dibujando una llama inmensa que querían alcanzar con saña. De mi cuerpo salía un río espantoso de fluidos que parecían atraer a los malgeniados. Me agachaba contra ellos y simulaba lanzarles flechas con toda la fuerza de mis brazos. Los madrazos los echaba para adentro porque sabía que estaba con el padre. Querría que invoque a un santo protector, tal vez a San Martín, el santo amigo de los animales, pero ni eso hizo. Era yo y los malditos perros. El padre era un simple invitado de honor a la muestra de fuerza de su ejército guardián.

Mi calma duro poco. Intenté gritar con imponencia para poner autoridad. Por un momento dio resultado y alcancé a ganar unos cuantos metros buscando escapatoria. Allí fue que el padre me dijo: “te ven como un ladrón o piensan que me estas atacando” Después un poco de silencio y los engendros tomaron nueva fuerza. Sentí pena con el padre pero entré a defenderme. Pegue un salto y dispuse un zapatazo para el más atrevido. Aulló su revés pero no claudicó. Actuando en equipo otro perro alcanzó la bota de mi pantalón y se llevó un pedazo de dril. Caí al piso pero logre reincorporarme teniéndome de la baranda. El Padre, que ahora estaba fastidiado decía: “Yo le pago su pantalón, yo le pago su pantalón”

Creo que el padre tampoco estaba preparado para lo que pasó. Lo vi preocupado y confundido. Pero, en el fondo, se debe sentir orgulloso porque fue una prueba de fortaleza. Ahora sabe que está bien resguardado. En esas condiciones nadie querrá ingresar a molestarlo.

Menos mal estoy llegando a casa. Perros malparidos me han hecho pasar un mal momento. Creo que bote hasta las llaves, dónde están mis llaves. Botaré la puerta, pero regresar ni loco… ¡Ah! aquí están. 

Que diferencia abrir la puerta de mi hogar. ¡Hola Candy! Esta es la perra que le hace honor a su nombre. Es dulce y amorosa, motosita y blanca como su paz. ¡Qué diferencia! ¡Hola mi muñeca! ¿Qué ha pasado en mi ausencia? No me beses, no, no, no lo hagas. Está bien. Está bien. No corras, no corras, te vas a golpear. Ese si es un recibimiento, ¡que cultura por Dios! ¿Quién llegó a casa? ¿El rey del hogar, cierto? Hoooola mi dulce perra. ¿Tú si sabes quién soy yo, verdad?

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